“No hay sólo silencio en el mismo silencio.
Existe la antigua canción de las horas
que cantan los tiempos desde antes del fuego,
y vamos diciéndola con nuestra sombra”.
Eduardo Darnauchans
El Darno terminó de morir el pasado 7 de marzo. De madrugada se murió, a la hora que él más vivía. La hora de sus faroles encendidos de whisky, lenin y cigarros. La hora del ex under montevideano. La hora de componer su propia muerte.
Hace mucho trabajaba en esa obra, ahora al fin conclusa. Nunca la entendió, se peleó con ella, la enfrentó matándose mil veces de mentira y de veras. Y ahora, ¿quién ganó a quién? Para mí que fue el propio Darno que enterró a su eterna obsesión, la cantada, contada, sobrevivida manufactura cerebral, intuitiva y lúdica esencia vital de su arte desafiante.
Hoy sobran crónicas, artículos, reseñas y homenajes. Hoy se lo escucha en radio y se lo ve en televisión, ¡aleluya! Los cuervos siguen vivos y facturando. No cuesta demasiado imaginar que mañana se lo nombre plaza, calle, pasacalle, ícono cultural, postcantor de la patria postcomunista, premio de festival, cadáver ilustre, nóbel alternativo, míster punta del este y hasta política de estado progresista.
Pero cuando hubo que estar, nunca estuvieron; más allá de una pensión miserable por cierta discapacidad para la mediocridad corriente y conformista, que muy poquito tiempo cobró en caja.
Ahora todo el mundo sabe que no nació en tacuarembó sino en montevideo, que eso fue por el mes de noviembre, que estaba componiendo para un nuevo disco con alejandro ferradás y que apenas alcanzó los cincuenta y tres de vida.
La banca de quinielas podría haber llevado un buen sacudón aquella tarde, mientras Eduardo era enterrado en el cementerio central, con un 53 clavado en el segundo premio. Porque los cabalistas debieron haber sabido que nació en el 53 y murió con 53. Pero no era de cabalistas escuchar a Darnauchans, eso es seguro.
No era de muchos escuchar a Darnauchans, músico de culto dirán los filorroqueros, de élite dirán los filointelectuales, necromúsico susurrarán los filodarks criollos.
La cuestión es que ese día acabó con una muerte que venía pariéndolo desde hace décadas, y no vale aquí entrar en más detalles. Sólo decir que su temor por el fin se convirtió en amor, y que recién ahora descubrió por qué, tal vez.
La última vez que lo vi fue en Rosario. Una tal comisión de cultura de un tal club social, integrada por más o menos octogenarios, lo había invitado a tocar porque pagaba el estado. El viejerío acostumbrado a otras embajadas culturales se fue borrando de la audiencia cuando el Darno encendía un pucho tras otro sobre el escenario prevázquez, encargaba etiquetas negras al cantinero de turno y profería cosas con excusa de canción a una audiencia acostumbrada a otras aparentes embajadas culturales.
Nos sentamos junto a la ventana, previo a la actuación, y me contó que el lunes se iba con su mujer a praga, pero no me lo dijo de una, me fue narrando cada escala del avión como si se tratara del destino elegido, hasta que logramos desentrañar ese destino producto de un canje de su compañera con no sé qué agencia de viajes. Llegó sobre la hora pero el espectáculo se atrasó, por lo que el tiempo dio bien para la previa.
Sé que no son muchos los que lo lloramos o apretamos el llanto el 7 de marzo, cuando la televisión dio la mala noticia a la que nos tiene acostumbrados, incluso cuando es buena. Sé que lo lloraron sus compañeros músicos, su familia en tacuarembó, sabina en españa, algún darnoadicto de esos que felizmente todavía quedan, y no muchos más. Esa misma certeza me asaltó de frente cuando me avisaron en colonia de la muerte del choncho. Y no estaba errado; lo comprobé hace poco en solymar.
Ocurre que la sansueña heredada del bocha, aquella imaginaria localidad extramuros y extramundos, es para habitarla sabiendo de los riesgos de no estar en ninguna parte, o al menos en un lugar habitado por muy poquitos. Seductora, paradisíaca y final. Se la camina sin saber uno con qué puede encontrarse. Se la tropieza aprendiendo a caminar por ella. Se la integra como destino, sin escalas, o no se la habita nunca. Se la sueña mujer flaca judía en semana de turismo, padre timbres teléfonos despertadores, trigo lunático y utópico, madre distante siempre y por qué, desconsolados uno y dos, vagabundos con instrumentos balanceándose de un lado a otro del ninguneo entre micrófonos y penumbras, dylans que ya llegarán alguna vez, canciones de muchachos atrapadas en un vinilo angosto y propio por cápsulas de valium y horizontes de quemas, bolches semihemipléjicos que sobrevivieron al no muro de la perestroika y sus hamburguesas felices, ángeles azules revoloteando cielos sefaradíes de nieblas y neblinas, zurcidores del asco para que otros vivan mejor, vidas y muertes inconclusas como su obra hasta el 7 de marzo.
Pero mejor es saber que sansueña existe, y que el Darno ahora sabe exactamente dónde queda.
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